viernes, 6 de agosto de 2010

De la iluminación y los recuerdos (II)

Al principio no quise que nadie se entere, solo personas muy cercanas de la familia y uno que otro amigo. Me asaltaba la vergüenza, la reprobación social, los comentarios ignorantes de gente que de la enfermedad solo sabe el nombre, piensan que es sumamente contagioso porque no saben que una vez que el paciente está en tratamiento ya no contagia. Yo había sido una de esas personas hasta ese momento. Como también sufro de ciertos rasgos obsesivos, empecé a investigar en Internet todo lo referente a la TBC, ver videos y spots sobre campañas de prevención. Por ejemplo, yo no sabía que las personas que ya están en tratamiento pueden seguir con sus vidas comunes y corrientes, bueno, salvo vivir sin cometer excesos. Que es una enfermedad muy común, y que como me repiten para darme ánimos, le puede dar a cualquiera. Un par de semanas después ya iba familiarizándome con las palabras “Etambutol”, “BK Esputo”, “Hígado” y “Prueba de Cultivo”. Está bien, pensé, le contaré la verdad a algunas personas cercanas. Aunque aún tenía dudas sobre sus posibles reacciones. No quería hacer sonar mi historia como una enferma terminal, es decir, causarles pena. Tampoco quería sonar como una heroína que vuelve de un campo de concentración, es decir, causar admiración. Creo que solamente deseaba tenerlos allí de apoyo, que me hagan reír en momentos difíciles.

Ese mismo día tenía una prueba en la facultad, me dejaron ir con la condición de que no volviera allí por 15 días. Al terminar, me encontré con Andrea y Cristina, quienes me abordaron impetuosamente para saber cuál había sido el resultado de mis análisis. No sabía por donde empezar. “Vamos”, dije, “es muy fácil, solo di: “Tengo TBC (Porque decir ‘tu-ber-cu-lo-sis’ suena más friki)”. No obstante, no hicieron falta las palabras, porque mi lenguaje no verbal me estaba haciendo el favor de comunicarles todo: mirada vidriosa y perdida, temblor de labio, balbuceos, etc. “OK, entiendo, Emy. No hace falta que lo digas. ¿Cómo te sientes?” preguntó Andrea. Como hasta ese momento nadie me lo había preguntado, no me había puesto a analizar ese aspecto. Al final pude decir: “Mierda”.

Resulta que Andrea ya había tenido la misma enfermedad el año pasado. Desde el primer momento supe que ella sería quien mejor me entendería, quien sabría guiarme con mis dudas, además, es buena escuchando y aconsejando. Hubiera estado loca si no le contaba. En el momento que estaba con ellas dos, me di cuenta que no sabían que decir, yo mucho menos. Felizmente el momento incómodo se rompió porque Andrea tenía que entrar a clases, así que yo me fui con Cristina hacia el paradero. Durante el camino, aunque hablaba de otras cosas con Cristina, pensaba en Andrea. Recordaba aquella vez que nos reunimos en un café miraflorino, junto con las demás chicas para celebrar un reencuentro. Al contrario de mi caso, Andrea ocultó su enfermedad por muchos meses y recién nos contó todo lo que le había sucedido en la fase final del tratamiento. Los primeros meses le fueron bien, sin embargo como al tercer mes, desarrollo una reacción alérgica a los medicamentos (la “rafita”). Estuvo hospitalizada y luego nos enteramos que casi se nos va. Se deprimió durante un buen tiempo, había momentos en que ya no quería seguir. Qué terrible enfermedad, pensamos todas. Ese fue mi primer acercamiento a la TBC, la primera información que recibí de la enfermedad y sus repercusiones.

Ya en mi casa Andrea me llamó y me dijo que debía ser fuerte, que utilice lo de la inteligencia emocional, que coma bien y descanse. Pero lo que me dijo al final, me dejó un poco confundida: “Emy, perdóname si algo tengo que ver en esto…”. Le respondí que no piense en eso, que no es importante. Total, ya estaba contagiada y no tenía la seguridad que me había contagiado de ella.

Al día siguiente demoré un par de segundos en recordar al día anterior. En ningún momento imaginé que se trató de un sueño, ni nada por el estilo. Tampoco caí en la ilusión de desear que todo haya sido una mentira o irreal. El haber despertado con el recuerdo de que estaba con la enfermedad fue suficiente para confirmarme el largo camino que me esperaba. Por tanto, había que desechar de mi vocabulario las palabras depresión, tristeza y abandono. Decidí emplear en algo práctico mis cuatro años estudiando Psicología para poner en marcha eso que le llaman “inteligencia emocional”, recordé todas aquellas clases donde nos hablaba de la influencia de las emociones y el estrés sobre el sistema inmunológico (es más, mi tesis trata sobre eso). Los doctores casi nunca te hablan sobre eso, se limitan a darte miles de indicaciones que la gente debe seguir al pie de la letra. Pero en ningún momento se detienen a preguntarte: ¿Cómo te sientes? ¿Qué piensas sobre esto que te ha pasado? ¿Qué te gustaría hacer? Para eso estamos los psicólogos, sobretodo aquellos clínicos quienes se encargan del apoyo emocional (Así le duela a mis colegas organizacionales).

Sin embargo, para algunos no es fácil. Hay veces en que aprendemos de los demás a guardar nuestros sentimientos, todo el daño y el dolor que sentimos lo dejamos condensarse dentro de nuestra mente y corazón. Algunos ven esto como un acto de fortaleza, verás querido, yo no necesito a nadie que me consuele ni me aconseje, yo solo resuelvo mis líos existenciales. Una vez un amigo me dijo que jamás había llorado con nadie (salvo con una de sus ex) y que cuando sentía ganas de hacerlo, se encerraba en su habitación y empezaba su lucha interna. No le gusta que la gente lo abrazara cuando estaba triste. Hasta aquí se podría pensar que mi amigo es medio antisocial y retraído, sin embargo, es una de las personas más sociables que conozco. No hay día que no lo vea reír a carcajadas y alegrar a las personas a su alrededor. Todos lo consideran muy risueño… Me pregunto como serán aquellas luchas internas que no desea compartir con nadie.

Bueno, cada quien con su manera. Yo, en cambio, debía compartir mis líos con gente cercana. Así, poco a poco, mis amigos fueron enterándose y en general tuve reacciones favorables de apoyo. A Rubén le conté todo y me estuvo llamando casi todos los días para saber como estaba, robando línea de su trabajo. Camila me comentó que su abuelita había tenido lo mismo hace muchos años y ella había estado a su lado todo ese tiempo. Todo esto ayudó a que no me sienta tan sola y aburrida del santo reposo. Empecé a tejer una chalina, leer un libro muy grueso sin ninguna prisa, ver películas y nuevamente regresé al vicio de escribir, por supuesto. Todo lo que sea que mantuviera mi mente alejada de la realidad. Así, sin darme cuenta, dejaba de pensar en las cosas negativas, de que la enfermedad era una maldición dada mi mala suerte y la depresión no pudo generarse. ¿Cómo podía darme el lujo de deprimirme habiendo tanta gente que me apoyaba y se preocupaba por mí? Luego radicalicé mis pensamientos: Lo que me ha pasado es en realidad una bendición, te hace dar vuelta hacia uno mismo, y a las cosas más importantes de la efímera vida, es una experiencia (no importa si buena o mala) pero toda experiencia enseña y nos hace más conocedores de algo. Nos gastamos la vida viviendo en el “porqué” de las cosas cuando nos deberíamos preguntar el “para qué” o “cómo”. O simplemente para qué preguntamos. Dicen que los ignorantes son felices ¿No?

De esta manera, llegó el día en que me tocaba regresar a la facultad. Un cambio de aires me sentaría muy bien, reencontrarme con mis amigos y compañeros. Aparte, debía arreglar el asunto de las veces que falté a clase, explicar el asunto cuidadosamente a cada profesor y que no me pusieran una baja nota. Me levanté aquel día como invadida por una luz, una energía única. Me despedí de mi padre con mucha pena, puesto que él había sido mi compañero más fiel en los 15 días de cuarentena.

Recuerdo que la primera que me recibió fue Camila. Poco a poco la gente empezaba a aparecer y todos deseaban saciar su curiosidad preguntándome el motivo de mi ausencia. Yo inventé una suerte de asma mezclada con neumonía, zanjando el asunto temporalmente. Nadie más de lo que había escogido debían saber la verdad (aún). Aunque algunos mantenían una mirada suspicaz, inmediatamente trataba de cambiar el tema. Sinceramente no me esperaba tal recibimiento, con extraños preguntando por mí, deseándome todo lo mejor, sobrepasó toda idea que tenía del regreso.

Por otro lado, debía hablar inmediatamente con los profesores. Algunos de ellos se mostraron comprensivos, como la que asesora mi tesis. Discretamente, me preguntó como iba con el tratamiento, dónde de realizaba y en general como me sentía. Solamente hizo un pequeño comentario sobre las chicas que no se abrigan o no se alimentan bien con el afán de verse lindas. En fin, no estuvo mal comparado con el profesor de Psicoterapias Humanistas que se quedó leyendo una eternidad mi certificado médico en frente de todo el salón. Tenía la seguridad de que en cualquier momento iba a hacer algún comentario e iba a quedar al descubierto mi verdad. No sabía que hacer, empecé a sudar y balbuceé algo así como “hablar… después… en privado”. “Ah, claro… por supuesto. Se queda al final de clase”, respondió. Pero la peor de todas fue definitivamente la ayudante de la profesora de Modificación de Conducta. Seguimos el ritual que seguí con los otros profesores: “Profesor, he faltado a clases y aquí tengo justificación”. Acto seguido intentaban descifrar la complicada letra médica y caían en cuenta del nombrecito de la enfermedad. Ella al leerlo me preguntó: “¿En verdad tienes esto? ¿Cómo así? (Sin comentarios). “Sí, y el doctor ha dicho que solo puedo asistir a exámenes y cosas importantes” indiqué. “Ah, claro, para no contagiar a tus compañeros ¿no?”.

“Así te vas a encontrar con personas ignorantes, Emy, ni te preocupes por ellas” me repetía mi madre ya estando en casa. Obviamente, la chica no se había percatado que con su estúpido comentario me había hecho sentir un ántrax venenoso, una leprosa, un foco infeccioso. Rayos. Felizmente, hasta ahora no me he vuelto a encontrar con personas así y al menos ya estoy algo más preparada en caso de que ocurriese.

Bueno, de ahí proseguí contándole algunas de mis reflexiones, como la de que “Son cosas que pasan, una suerte de prueba que cuando la supere, las cosas que antes me parecían importantes ya no lo serán. No veo las horas de que se a fin de año, cuando supuestamente acabo el tratamiento. Que a pesar de todo, también tengo miedo de alguna complicación, de la posible reacción alérgica a los medicamentos, miedos naturales… Engrandecidos por mi, claro está, por mi personalidad insegura y dramática.”

Después de haber escuchado toda la historia, la reacción de Daniel fue como la de la mayoría, agregando sus peculiaridades. Es más, empezó diciendo que ya se lo imaginaba y que hubiera deseado que se le contara mucho antes. Nada después de eso, salvo el asunto de la iluminación, se saltó de una conversación convencional. Es por eso que quiero saltar todo lo que hablamos después para hablar de la despedida. Debo decir que ese fue un momento inesperado, él ahí, parado en el marco de mi puerta aferrándome y diciendo todas las palabras que quería escuchar: “Cuídate (casi como un ruego), come bien y no te sientas aislada, no va a pasar nada y prueba de ello es que te estoy abrazando, ¿si? Te quiero” con el tono más dulce que podía permitirle su condición masculina. Fue raro porque al principio solo quería que me suelte, pero poco a poco sus palabras fueron tan reconfortantes que no quise soltarlo y quedarme allí, protegida, despreocupada. Fue como un efervescente de todo aquello que había pasado y de lo que viene ahora en adelante. Para alejarse, me dio un beso en la frente y otro en la mejilla, como coronando toda la atmósfera sutil que embargaba mi cocina.


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