miércoles, 4 de agosto de 2010

De la iluminación y los recuerdos

Ayer lo vi después de tanto tiempo. Fue como si los cinco meses que nos separaron no hubiesen pasado, yo lo noté igual que siempre y la conversación se dio con tal fluidez que hablamos de (casi) todo. De la enfermedad, de la música, de anécdotas de clase… aunque lo más raro fue el asunto de la iluminación. ¿Qué significa que me veo como “iluminada”? Incluso hizo una analogía, comparándola con el efecto que produce un embarazo. ¿Será posible acaso que yo me vea mejor que cuando estoy sana? Es obvio que dijo eso para hacerme sentir mejor, quizá darme fuerza.

Pero resulta que empecé a leer el libro que me había dejado junto con un cúmulo de películas: “Once Minutos” de Paulo Coelho. “Es lo único decente que he podido leer de ese autor”, sentenció. La lectura hasta ahora es agradable. Trata sobre temas de los que todo el mundo habla, pero muy pocos comprenden: amor, sexo y prostitución. María es una prostituta brasileña que vive en Ginebra y que no quiere enamorarse. Un buen día, cuando piensa que su futuro está resuelto (regresaría a Brasil con el dinero que había juntado con el sudor de su cuerpo) conoce a un pintor que le dice que ve en ella una “luz”. María, al igual que yo, no cree en nada y le termina gritando que es una prostituta. El pintor sigue insistiendo, dejándola muy confundida.

¿Podrá ser que Daniel haya sacado la idea del libro? Yo no soy una prostituta pero estoy enferma. Ambas tenemos algo “diferente”, que nos hace sentir descalificadas para poder irradiar aquella “luz”. Tal vez no sea una cuestión de apariencias. Pero de nada servirá que más personas me lo digan (aunque lo dudo, me ven más pálida que de costumbre y el otro día al verme al espejo noté unas ojeras de tono verdoso), si yo no me la creo. Por un momento pienso que puede tener razón. He estado casi tres meses librando una especie de batalla contra los bacilos de Koch, que no puedo resistir sentirme más valiente y fuerte, a pesar de tener algo de miedo en el fondo. Y a pesar de saber que la enfermedad tiene cura, la tendencia innata del ser humano a sentir incertidumbre me invade. Por tanto, estaba pensando en utilizar aquella “luz” como un placebo, algo que no permitirá que me deprima ni nada.

Regresando nuevamente a Daniel, lo que me permitió dicho encuentro fue rebobinar un par de meses atrás y empezar un esbozo de lo que me había sucedido: Me diagnosticaron un 8 de junio, luego de una serie de análisis caros y el parco discurso de un médico japonés. “Si, tienes Tuberculosis” sin hacer contacto ocular. No pude evitar sentir la sensación extraña en la garganta y que mis ojos se llenasen de lágrimas. Bueno, yo ya sabía la noticia desde una hora atrás, cuando recogí mis análisis. Sin embargo, mi primera reacción fue negar todo. Estaba claro que se habían equivocado en el laboratorio, había dado una mala muestra, ese lugar siempre me pareció dudoso pero por lo cómodo del precio, resolví ir allí. ¿Tuberculosis? Las preguntas empezaron a estallar en mi cabeza y no cesaron luego de la visita al doctor, a pesar de que me dio varias indicaciones como comer bien, aumentar seis kilos, no dejar mis pastillas ni un solo día, nada de fiestas y salidas, aislamiento y reposo por quince días. Luego me enteré que el reposo normal se da por un mes. Pero por otro lado, no sabía cuándo, cómo y dónde me había contagiado. El sentimiento de culpa comenzó a hacerse presente, todo todito era por mi causa, me había descuidado, no le hacía caso a mi madre cuando insistía que me abrigara y vaya a la universidad vestida de esquimal. Me había amanecido haciendo trabajos de la universidad. Vaya, pensé que sería suficiente con mis las dos neumonías que tengo en mi historia clínica. Creo que el hecho de no haberlo esperado, hizo más fuerte la verdad.

Contuve mis ganas de llorar en el consultorio del doctor, sobretodo por mi madre. Con ella debo procurar hacerme la fuerte porque se está acercando el momento en el cual yo tengo que protegerla y no al revés. Curiosamente vi que ella también estaba conteniendo sus emociones y pensamientos por mí. Fingió que ya se lo esperaba y que estaba bien, pero la conozco demasiado como para saber que este tipo de cosas de enfermedades, desgracias y problemas la afectan de sobremanera. No fuimos a casa juntas, así que cada una lidió por su lado con su angustia. Ella se fue a trabajar (había pedido faltar, pero no se lo permitieron) y yo regresé a mi casa, sin estar preparada para hablar con mi padre.

Mi padre también es una persona especial. Le dio un infarto cerebral hace dos años, lo cual le dejo a medio hablar. Con él la convivencia a veces se hace difícil porque no nos podemos comunicar oralmente bien. Sin embargo, todos estamos concientes de que pudo haber quedado peor: hemipléjico, amnésico, hasta en estado vegetal. Muy aparte de su salud, su carácter es propenso a la agresión pero, al igual que mi madre, es muy emotivo y sensible. Por todos esos antecedentes, yo tenía miedo de contarle la verdad. Vi que no podía zafarme de esa tarea puesto que cuando llegué a mi casa, él se encontraba en la puerta esperándome para saber los resultados de la visita al doctor. Primero disimulé y una vez adentro de la casa, le expliqué todo muy delicadamente, pero en un momento no aguanté más y terminé llorando con él. Genial, Emilia, era lo último que debías hacer y menos con él.

 

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